jueves, 11 de octubre de 2007

LINEA 7.

Tumbado al final del vagón
en el asiento junto a la puerta
no dejo de pensar en lo
malo de mi suerte.

No reparo en los demás
que viajan conmigo,
sus imágenes son difusas
que aparecen y desaparecen.

A lo lejos el estruendo
agudo de un híbrido
morral bocina cuyo
portador ofrece lo mejor
de la música norteña
inunda el interior.

No me inmuto
y de repente siento
una mano pequeña
que toca mi muslo.

Una niña
con el cabello alborotado,
la cara sucia y las ropas
visiblemente gastadas
extiende su jícara.

Su mirada es triste
pero lo es mas el hecho
de ver la indiferencia
que causa su presencia.

Unos fingen dormir,
otros no interrumpen su lectura,
los demás siguen con sus charlas
y yo solo atino a darle una moneda.

Las estaciones pasan
y al final de cada andén
varios hombres con gustos
diferentes esperan
e intercambian miradas.

Uno abordo el carro
y sentado frente a mi
inspecciona y sonríe
como en espera de algo.

Pero nada de esto
logra abstraerme
de aquello que flota
y vuela en mi mente.

Cerca estoy de llegar
cuando por fin alguien
logra arrancarme de
mis reflexiones.

Un joven con el torso
desnudo y pringoso
carga consigo una manta
que un tiempo fue blanca.

Con los brazos tatuados,
la virgen y la santa muerte
le flanquean los lados,
la manta emite unos
chasquidos conocidos.

La coloca en el piso
y una cantidad de vidrios
pequeños se desparrama,
el los extiende a lo largo.

Narra su desventura
y al dar la espalda
veo las heridas
frescas y abiertas,
la sangre que brilla
aguardando salir.

La sensación de vacío
me acoge mientras le veo
tomar vuelo y dar media vuelta
para dejar caer su espalda
una y otra vez en el montón
de vidrios.

El golpe seco y el tiempo
se vuelve eterno, se lacera
el cuero y el alma de un
solo tajo.

Lo mío es banal
mi mala suerte no es tal
aquí se puede comprobar
que hay muertos en vida
que son mayores sus penas.

***

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